martes, 8 de marzo de 2011

Abaddón el exterminador


Hará unos seis años leí El Túnel, también de Ernesto Sabato. Recuerdo que la disfruté bastante, así que cuando mi buen amigo Alex (a. k. a. el uncle) me prestó esta novela me emocioné mucho. Podría decirse que es una especie de secuela a su mencionada primera novela y también a la segunda, Sobre héroes y tumbas. No son estrictamente una trilogía, pero Abaddón... hace referencias metaficticias a hechos y personajes acontecidos en dichos libros así como en la vida del autor cuando los escribió.

Debo admitir que no me gustó. Tiene momentos buenos, algunos excelentes, pero en su conjunto me pareció una novela muy pesada y demasiado erudita para mí, rayando en la pedantería. Curiosamente, un pasaje menciona que las novelas no deben ser como las películas, en las que todos los momentos  van dando pasos hacia el final y éste es una especie de culminación de las acciones acontecidas a lo largo del metraje. Argumenta que las novelas deben ser evaluadas por sus partes y no en su conjunto. Para empezar, me cae bastante mal que se ponga a decir cómo debe o no debe ser una novela, cuando hay distintos tipos para distintas personas y gustos. Además, me parece bastante mañoso incluir en una obra la justificación contra los ataques que pudiera recibir.

Independientemente a mis quejas, sí tiene varios momentos que me encantaron. Sarcásticos, graciosos, emotivos o metaficticios, hay capítulos o secciones que disfruté enormemente. Pero considero que al libro le sobran muchas páginas, y sé que nunca lo volveré a leer.


Como ya es costumbre, compartiré con ustedes mis pasajes favoritos. Dado que es un libro de cuatrocientas treinta páginas, en esta ocasión serán tres pasajes. Ojalá les gusten también. Ojo: deben leerse en "argentino."

(Nota de Pok: S. es Sabato, el autor como personaje. Y así es como me siento en la mayoría de las fiestas a las que acudo, por eso casi no voy a fiestas)

EL PAYASO

imitó a Quique hablando sobre las necrologías, contó chistes, recordó anécdotas cómicas de la época en que enseñaba matemáticas. Lo encontraban mejor que nunca, pleno de vitalidad y energía.
   Y de pronto intuyó que aquello comenzaría, con invencible fuerza, pues nada podía frenarlo una vez el proceso iniciado. No se trataba de algo horrendo, no aparecían monstruos. Y sin embargo le producía ese terror que sólo se siente en ciertos sueños. Poco a poco fue dominándolo la sensación de que todos empezaban a ser extraños, algo así como lo que se siente cuando se ve una fiesta nocturna a través de una ventana: los vemos reírse, conversar, bailar en silencio, sin saber que alguien los está observando. Pero tampoco era eso exactamente: quizá como si además la gente quedara separada de él no por el vidrio de una ventana o por la simple distancia que se puede salvar caminado y abriendo una puerta, sino por una dimensión insalvable. Como un fantasma que entre personas vivientes puede verlos y oírlos, sin que ellos lo vean ni lo oigan. Aunque tampoco era eso. Porque no sólo los estaba oyendo sino que ellos lo oían a él, conversaban con él, en ningún momento experimentaban la menor extrañeza, ignorando que el que hablaba con ellos no era S., sino una especie de sustituto, una suerte de payaso usurpador. Mientras el otro, el auténtico, se iba paulatina y pavorosamente aislando. Y que, aunque moría de miedo, como alguien que ve alejarse el último barco que podía rescatarlo, es incapaz de hacer la menor señal de desesperación, de dar una idea de su creciente lejanía y soledad. Y así, mientras el barco se alejaba de la isla, empezó a contar una divertida historia de su época de estudiante, cuando inventaron un poeta húngaro, protegido por una princesa también inexistente. Estaban hasta aquí de Rilke y del snobismo rilkeano. Cargaban las tintas, a medida que fueron tomando confianza, publicaron dos poemas en francés en Teseo, unos fragmentos de memoria y finalmente aseguraron que era leproso. La idea era lograr que Guillermo de Torre Publicara una nota en La Nación.
   Todo el mundo se moría de risa y el payaso también, mientras el otro veía cómo el barco se hacía más y más diminuto.
(Nota de Pok: Fragmento de una carta de S. a Bruno, quien aspira a ser escritor y al cual hicieron una crítica negativa)

Tendrás infinidad de veces que perdonar ese género de insolencia.
   La verdadera justicia sólo la recibirás de seres excepcionales, dotados de modestia y sensibilidad, de lucidez y generosa comprensión. Cuando aquel resentido de Saine-Beuve afirmó que jamás ese payaso de Stendhal podría hacer una obra maestra, Balzac dijo lo contrario; pero es natural: Balzac había escrito la Comedia humana y ese caballero una novelita cuyo nombre no recuerdo. De Brahms se rieron gentes semejantes a Sainte-Beuve. Mientras que Schumann, el maravillosos Schumann, el desdichadísimo Schumann, afirmó que había surgido un músico del siglo. Es que para admirar se necesita grandeza, aunque parezca paradójico. Y por eso tan pocas veces el creador es reconocido por sus contemporáneos: lo hace casi siempre la posteridad o al menos esa especie de posteridad que es el extranjero, la gente que está lejos, la que no ve cómo te vestís. Si esto les pasó a Stendhal y Cervantes, ¿cómo podés desanimarte por lo que diga un simple conocido que vive al lado de tu casa? Cuando apareció el primer tomo de Proust (después que Gide tirara los manuscritos al canasto), un cierto Henri Ghéon escribió que ese autor se había "encarnizado en hacer los que es propiamente lo contrario de una obra de arte, el inventario de sus sensaciones, el censo de sus conocimientos, en un cuadro sucesivo, jamás de conjunto, nunca entero, de la movilidad de los paisajes y las almas". Es decir, ese presuntuoso critica casi lo que es la esencia del genio proustiano. ¿En qué Banco de la Justicia Universal se pagará a Brahms el dolor que sintió, que inevitablemente hubo de sentir aquella noche en que él mismo tocaba al piano en su primer concierto para piano y orquesta? ¿Cuándo lo silbaron y le arrojaron basura? No ya Brahms, detrás de una sola y modesta canción de Discépolo, cuánto dolor hay, cuánta tristeza acumulada, cuánta desolación.
   Pero -tan extraña es la condición humana- no sólo los insignificantes y fracasados padecen esos sentimientos bajos. ¿No dictaminó Lope que el Quijote era el peor libro que había leído en su vida? ¿No silenciaba Goethe a poetas que eran tan notables como él, mientras elogiaba a otros de tercera categoría, con lo cual ponía por debajo de ellos a espíritus que en el fondo envidiaba? [...]

[...] a veces hablar y a veces callar o caminar juntos por ahí sin decirnos nada, como cuando se muere alguien que queremos mucho y cuando comprendemos que las palabras son irrisorias o torpemente ineficaces- Sólo el arte de los otros artistas te salva en esos momentos, te consuela, te ayuda. Sólo te es útil (¡qué espanto!) el padecimiento de los seres grandes que te han precedido en ese calvario.
   Es entonces cuando además del talento o del genio necesitarás de otros atributos espirituales: el coraje para decir tu verdad, la tenacidad para seguir adelante, una curiosa mezcla de fe en lo que tenés que decir y de reiterado descreimiento de tus fuerzas, una combinación de modestia ante los gigantes y de arrogancia ante los imbéciles, una necesidad de afecto y una valentía para estar solo, para rehuir la tentación pero también el peligro de los grupitos, de las galerías de espejos. En esos instantes te servirá el recuerdo de los que escribieron solos: en un barco, como Melville; en una selva, como Hemingway; en un pueblito, como Faulkner. Si estás dispuesto a sufrir, a desgarrarte, a soportar la mezquinidad y la malevolencia, la incomprensión y la estupidez, el resentimiento y la infinita soledad, entonces sí, querido B., estás preparado para dar tu testimonio. Pero, para colmo, nadie te podrá garantizar lo porvenir, porvenir que en cualquier caso es triste: si fracasás, porque el fracaso es siempre penoso y, en el artista, trágico; si triunfás, porque el triunfo es una especie de vulgaridad, una suma de malentendidos, un manoseo; convirtiéndote en esa asquerosidad que se llama un hombre público, [...]

[...] Pero sí, oirás de pronto esa palabra [...], sentirás la anhelada presencia, el esperado signo de un ser que desde otra isla oye tus gritos, alguien que entenderá tus gestos, que será capaz de descifrar tu clave. Y entonces tendrás fuerzas para seguir adelante, por un momento no sentirás el gruñido de los cerdos. Aunque sea por un fugitivo instante, sentirás la eternidad.
   No sé cuándo, en qué momento de desilusión Brahms hizo sonar esas melancólicas trompas que oímos en el primer movimiento de su primera sinfonía. Quizá no tuvo fe en las respuestas, porque tardó trece años (¡trece años!) para volver sobre esa obra. Habría perdido la esperanza, habría sido escupido por alguien, habría oído risas a sus espaldas, habría creído advertir equívocas miradas. Pero aquel llamado de las trompas atravesó los tiempos y de pronto, vos o yo, abatidos por la pesadumbre, las oímos y comprendemos que, por deber hacia aquel desdichado tenemos que responder con algún signo que le indique que lo comprendimos.

(Nota de Pok: Tercer y último fragmento, reflexiones de S.)

Sin embargo, ese cielo estrellado parecía ajeno a cualquier interpretación catastrófica: emanaba serenidad, armoniosa e inaudible música. El topos uranos, el hermoso refugio. Detrás de los hombres que nacían y morían, muchas veces en la hoguera o en la tortura, de los imperios que arrogantemente se levantaban e inevitablemente se derrumbaban, aquel cielo parecía constituir la imagen menos imperfecta del otro universo: el incorruptible y eterno, la suma perfección que sólo era dable escalar con los transparentes pero rígidos teoremas.
   También él había intentado ese ascenso. Cada vez que había sentido el dolor, porque esa torre era invulnerable; cada vez que la basura ya era insoportable, porque esa torre era límpida; cada vez que la fugacidad del tiempo lo atormentaba, porque en aquel recinto reinaba la eternidad.
   Encerrarse en la torre.
   Pero el remoto rumor de los hombres había terminado siempre por alcanzarlo, se colaba por los intersticios y subía desde su propio interior. Porque el mundo no sólo estaba fuera sino en lo más recóndito de su corazón, en sus vísceras e intestinos, en sus excrementos. Y tarde o temprano aquel universo incorruptible concluía pareciéndole un triste simulacro, porque el mundo que para nosotros cuenta es este de aquí: el único que nos hiere con el dolor y la desdicha, pero también el único que nos da la plenitud de la existencia, esta sangre, este fuego, este amor, esta espera de la muerte; el único que no ofrece un jardín en el crepúsculo, el roce de la mano que amamos, una mirada destinada a la podredumbre pero nuestra: caliente y cercana, carnal.

No hay comentarios:

Publicar un comentario