Hay muchas cosas de las que tenemos que quejarnos, muchas cosas que nos tienen inconformes en este mundo. Por este motivo, Tumbona Ediciones lanzó una colección de ensayos a la vez profundos y jocosos para denunciar algunos de los males de nuestra sociedad contemporánea. En doce rounds, que pueden leerse en cualquier orden y no tienen relación unos con otros, una amplia selección de autores nos proponen distintos puntos de vista para contradecir a la mayoría. Ana Paula me prestó tres de estos libros: me gustaron tanto que en cuanto la vea le pediré me preste más.
Este autor neoyorquino inaugura la colección con sus quejas en contra de aquellos que disfrutan tanto de los goces de la vida... que le dan una apariencia de falsedad a sus actividades. El mentado joie de vivre, el disfrute del queso y los vinos (tan gustados por los hipsters de hoy en día), los ancianos llenos de vitalidad a los cuales pareciera que hay que admirarles el simple hecho de haber alcanzado cierta edad (a lo cual yo equiparo a la gente que considera que tener un hijo es un logro en sí mismo), las reuniones sociales en las cuales se habla de todo sin hablar de nada (en las cuales el qué dirán tiene un gran peso).
También reflexiona en lo parecido de esta alegría desmedida con la desesperación propia de alguien depresivo y cuestiona la tendencia a vivir siempre en el momento actual negando pasado y futuro. Por último, se va al plano personal para hablar del aspecto sexual en la búsqueda de la auténtica felicidad y termina por cuestionarse si su enojo contra la gente aparentemente feliz no se debe a una cierta envidia, motivada por la sospecha de que ellos descubrieron a algo que a él se le escapa. De cualquier forma, termina por descartar esa posibilidad y cierra su ensayo escribiendo:
Hasta aquí la joie de vivre. Es demasiado compensatoria. No sé qué espero en realidad. Sé que sólo hasta haber obtenido lo que quiero de esta vida mis manifestaciones de gratitud y alegría estarán restringidas a las variaciones en la acechanza de un cazador. Doy gracias al aroma que clarifica el olfato. Pero considero hipócrita simular satisfacción mientras continúe hambriento.
De ahí me salté al round 11, donde diversos autores despotrican contra las preconcepciones del mexicano promedio. Héctor J. Ayala, desde el exilio autoimpuesto, derriba sistemáticamente los componentes del "color local": el malinchismo, la buena educación (más bien amaestramiento), la unión familiar, la religión, la moralina, la fiesta, las letras (nunca exentas de esnobismo) y el patriotismo. Eduardo Huchín cuestiona la defensa de las artesanías "típicas" por la sola razón de ser hechas en México y por considerarse estas representativas de algo que es atípico en la mayoría de los mexicanos. Luis Vicente de Aguinaga nos presenta un diálogo platónico que de manera ingeniosa destruye la noción del ingenio del mexicano, mostrándola como lo que es: una mezcla de pendejez y "ladinería."
Lobsang Castañeda recurre a un lenguaje muy elevado para atacar al arraigado espíritu del machismo, intentando más bien encontrar sus puntos débiles que una solución permanente (la cual se le antoja imposible). Brenda Lozano arremete contra la figura paterna, tan presente y fundamental en la tradición de este país paternalista; a través de su emotivo ensayo nos demuestra que para estar contra el padre, también se debe conocerle y amarle. Por último, José Israel Carranza hace lo propio al quejarse de esa costumbre de crear muchedumbres para sentirnos más mexicanos, sólo por celebrar que somos mexicanos, cuestionando la "diversión" que dichas situaciones brindan en realidad.
Para terminar (por ahora), leí el último libro de la colección. Este incluye ensayos de distintas épocas que enaltecen el ocio y el descanso y contradicen la tendencia actual de vanagloriar al trabajo sin descanso. Desde la antigua Roma, Lucio Anneo Séneca diserta sobre aquellos que se la pasan ocupados, incluso algunos falsos ociosos. Samuel Johnson aporta, extraídas de su columna El ocioso, un par de reflexiones sobre qué significa realmente ser un ocioso y del esfuerzo que esto implica. El tan citado Friedrich W. Nietzsche combate a los apologistas del trabajo, rememorando aquellos tiempos en que era vergonzoso tener que trabajar y la sociedad veía bien a quien nunca se veía en tan penosa necesidad, exactamente al revés que en nuestros ajetreados días.
Bertrand Russell, creador de la filosofía utilitarista, elogia la holgazanería al plantear un esquema en el que es más que factible reducir la jornada laboral a la mitad, conservando el mismo nivel de productividad gracias a los avances tecnológicos y generalizando más ampliamente el nivel de bienestar de la población. Theodor W. Adorno colabora con una intrincada descripción de la problemática de intentar llenar nuestra vida con pseudoactividad para llenar nuestros tiempos muertos, sin darnos cuenta de que esta misma búsqueda incrementa el estrés que la genera. El libro cierra con broche de oro, con un brevísimo ensayo del rumano E. M. Cioran, el cual transcribiré a continuación:
LA MALDICIÓN DEL TRABAJO
Los hombres trabajan demasiado para ser ellos mismos. El trabajo es una maldición que el hombre ha convertido en un placer. Trabajar sólo por el trabajo mismo, disfrutar una labor sin recompensa, imaginar que puede uno sentirse pleno gracias al esfuerzo asiduo -todo eso es asqueroso e incomprennsible. El trabajo permanente e ininterrumpido adormece, trivializa y despersonaliza. El trabajo desplaza el centro de interés del hombre de lo subjetivo a lo objetivo de loas cosas. En consecuencia, el hombre ya no se interesa por su propio destino, sino que se enfoca en los hechos y las cosas. Lo que debería ser una actividad de transfiguración permanente se convierte en un medio para exteriorizarse, para abandonar el yo interior.
En el mundo moderno, el trabajo se ha convertido en una actividad puramente externa; el hombre no se hace a sí mismo a través de ella, hace cosas. Que cada uno de nosotros debamos tener una carrera, debamos acceder a un cierto tipo de vida que probablemente no nos acomoda, ilustra la tendencia del trabajo a adormecer el espíritu. El hombre ve el trabajo como algo benéfico para su ser, pero su fervor revela su inclinación por el mal. En el trabajo el hombre se olvida de sí mismo; aún así, su olvido no es simple e inocente, sino más parecido a la estupidez. A través del trabajo, el hombre ha mudado de sujeto a ser objeto; en otras palabras, se ha convertido en un animal deficiente que ha traicionado sus orígenes. En lugar de vivir por sí mismo -no de manera egoísta sino creciendo espiritualmente- el hombre se ha convertido en el malogrado e impotente esclavo de la realidad exterior. ¿A dónde se han ido el éxtasis, la visión, la exaltación? ¿Dónde está la suprema locura o el genuino placer del mal? El placer negativo que uno halla en el trabajo contribuye a la pobreza y la banalidad de la vida diaria, a su mezquindad. ¿Por qué no abandonar este trabajo fútil y comenzar de nuevo sin repetir el mismo y oneroso error? ¿No es acaso suficiente con la conciencia subjetiva de la eternidad? La percepción de la eternidad es lo que la actividad frenética y el carácter trepidante del trabajo ha destruido en nosotros. El trabajo es la negación de la eternidad. Entre más bienes adquirimos en el reino de lo temporal, y más intenso es nuestro trabajo externo, menos accesible y más alejada estará la eternidad. Por eso la limitada perspectiva de la gente activa y energética, por eso la banalidad de su pensamiento y sus actos. No estoy contrastando el trabajo con a contemplación pasiva o con las ensoñaciones vagas, sino con una transfiguración irrealizable; de cualquier modo, prefiero una pereza inteligente y observadora a una actividad intolerable y terrorífica.
Para despertar en este mundo moderno uno debe elogiar la pereza. El perezoso tiene una percepción mucho más aguda de la realidad metafísica que la que tiene el activo. Me atraen las distancias lejanas, el inmenso vacío que proyecto en el mundo. Una sensación de vacuidad crece en mí; infiltra mi cuerpo como un ligero e impalpable fluido. En su avanzar, como una dilación hacia el infinito, percibo la misteriosa presencia del más contradictorio de los sentimientos que hayan habitado jamás el alma humana. Estoy a un tiempo feliz y triste, exaltado y deprimido, sobrecogido tanto por el placer como por la desesperación en la más contradictoria de las armonías. Estoy tan alegre y al mismo tiempo tan entristecido que mis lágrimas reflejan al mismo tiempo el cielo y la tierra. Si tan sólo fuera por la felicidad de mi tristeza, desearía que no hubiera muerte en esta tierra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario