Como parte del neurointercambio navideño, recibí por parte de Carlos este libro. Desde mucho tiempo antes me lo había recomendado, diciéndome que era una maravilla y que cambiaría mi manera de ver las cosas. Esta edición incluye los tres libros de la trilogía: Anclado en tierra de nadie (1994), Nada que hacer (1995) y Sabor a mí (1997), que también se pueden conseguir por separado. Todos son colecciones de cuentos parcialmente autobiográficos que retratan la vida en Cuba, particularmente el La Habana, durante los tiempos de crisis económica.
Empecé a leerlo esperando deleitarme desde el principio, pero los primeros relatos me costaron trabajo. No sabía qué esperarme, definitivamente no podía identificarme con un tipo que se la pasa fumando, tomando ron y fornicando con bellas mujeres, actividades que suelo practicar con escasa frecuencia o, en el caso de fumar y beber, nula. Me daba la impresión de que Pedro Juan es una especie de Charles Bukowski caribeño y, de hecho, esa es una de las comparaciones más frecuentes. Pero es errónea.
Bukowski se muestra a sí mismo y a sus personajes como perdedores, anhelan el sexo pero éste los elude. Pedro Juan no es así, él encuentra la belleza en casi cualquier mujer, de todas las edades, y sabe cómo seducirlas (aunque no siempre consigue acostarse con la que desea). Mientras Bukowski es un alcohólico sin remedio y se siente culpable al beber o al apostar, Pedro Juan bebe por placer y para olvidar su situación.
Conforme van avanzando los cuentos, uno empieza a agarrarles sabor. A pesar de la desesperanza que relatan, el éxodo masivo hacia Miami, la imposibilidad de conseguir un empleo digno y la opresión de quienes detentan el poder, el tono nunca es gris ni pesimista. Al contrario, a través del sarcasmo hace gala de un humor muy peculiar. En medio de la santería y el catolicismo, entre los Estados Unidos y Fidel, los cubanos hacen frente a su realidad y viven al día, sin esperar nada y aprovechando la mínima posibilidad para sacar provecho aunque sea temporalmente, para pasar un buen rato.
Y todo esto es permeado por el erotismo. La gente, al literalmente carecer de algo mejor que hacer, busca fornicar (o como ellos le dicen, "templar") con lo que se ponga en el camino. Jineteras que intentan amarrar a algún turista para darse la buena vida con ellos y después llevarle el dinero a su macho tropical, homosexuales que buscan el amor en una pinga, hombres que se masturban al ver a parejas templar en plena calle, sujetos que van presos por exhibir su miembro a las señoras y tienen que cuidarse de que no les rompan el culo. Una ligera preocupación por el SIDA, sin embargo no lo suficiente como para usar protección o abstenerse de la promiscuidad. El mundo retratado por Pedro Juan desborda sensualidad.
Los primeros dos libros son puros cuentos autobiográficos o anecdóticos, pero el tercero nos presenta piezas en las que Pedro Juan sale de escena y nos narra las desgarradoras historias de varios personajes pintorescos y desdichados. Esto se vuelve refrescante, pues se aleja de lo repetitivo que habían llegado a ser los dos primeros libros y, a pesar de ser el más extenso de los tres, es el que más rápido se va.
Para terminar, los dejo con el que quizás fue mi relato favorito. Que lo disfruten.
YO, REVOLCADOR DE MIERDA
El "Gordon" atravesaba el Caribe lentamente. De sureste a noroeste. No se daba prisa. Hacía cuatro días que el huracán paseaba, dejando su rastro: dos mil muertos en Haití, trescientos en Santo Domingo. El mar furioso saltaba sobre el Malecón. El viento pulverizaba todo el salitre sobre los edificios viejos y derruidos. Yo no tenía nada que hacer. Por lo menos nada urgente. A largo plazo siempre están las expectativas, la esperanza, el futuro, todo será mejor, Dios nos ayudará. Pero todo eso siempre es a largo plazo. Por ahora, de momento, nada.
Un negro estaba bajo el elevado del parque Maceo mostrando su larga pinga a las mujeres. Se la frotaba y se la estiraba. Tenía mucha ansiedad y daba paseítos mirando a uno y otro lado. Sacudía aquel tareco largo y prieto para que se parara. Cuando me vio se quedó con su cara de imbécil. Adentro seguro tenía mariguana o coca o pastillas. La gente siempre se indigna con estos imbéciles. Yo no. Me da igual. En realidad a muchas mujeres les gusta ver esas pingas en lugares donde habitualmente nadie las muestra. Y también hay hombres que les gusta verlas. Al menos para envidiarlas y pensar: "Ah, si yo tuviera un tareco así de grande y musculoso." Aunque no lo confiesan ni quemándolos en la hoguera. Y si uno se los dice, te contestan insultados: "Tú eres un corrompido, Pedro Juan, y crees que todo el mundo es igual." Así que un exhibicionista (y cada día hay más en los parques, en las guaguas, en los portales) cumple una hermosa función social: erotizar a los transeúntes, sacarlos un rato de su stress rutinario, y recordarles que a pesar de todo apenas somos unos animalitos primarios, simples y frágiles. Y, sobre todo, insatisfechos.
Lo mejor del mundo es pasear por el Malecón sin rumbo, bajo un ciclón furioso. Vas caminando y a veces piensas. A veces no piensas. Lo mejor es no pensar, pero eso es casi imposible. Sólo lo logras con mucha práctica. Un turista mexicano camina hacia mí y de pronto se sonríe y me dice, con su tono michoacano: "¿La tormenta regresó? Oh, parece que sí." No le contesto. No sé si regresó o sigue de largo, ni me importa. El tipo se queda serio y sigue su camino. Ahora llueve en ráfagas. No hay un alma en todo el Malecón. Son las cinco de la tarde, pero con el cielo encapotado ya se hace de noche. Es una luz gris, fría y húmeda. Algo raro en esta isla de luz hiriente y cruda. Hay una luz tamizada por una niebla de lluvia, salitre y yodo. Me refugio tras una columna a esperar que pase el aguacero. Parece que tendré que acostumbrarme a vivir con estos ataques intermitentes de melancolía y tristeza. Es igual que vivir con una vieja herida de bala, que duele cuando hay humedad. Tal vez tengo unos cuantos motivos para la pesadumbre. Pero no debe ser. La vida puede ser una fiesta o un velorio. Uno es quien decide. Por eso la congoja es una mierda en mi vida. Y la espanto. Así estoy siempre: espantando la congoja, la pesadumbre y todo eso.
Cuando escampó un poco subí por Campanario. En la otra esquina un gentío rodeaba a dos policías que retenían a un mulato joven, de unos dieciséis años. Lo tenían esposado, con las espaldas contra la pared. Todo el mundo lo miraba. Esperaban un auto patrulla para llevarlo a la jefatura. Intentó robar una bicicleta. El muchacho estaba apenado y miraba al suelo. La cabeza se le cayó sobre el pecho. Me quedé un rato observándolo. De pronto se le aflojaron las rodillas. Y se fue resbalando hasta caerse en el piso. Tenía tanto miedo que no podía sostenerse en pie. El murmullo de la gente que lo rodeaba repetía: "Ah, ¿te apendejaste ahora? ¿Y cómo no lo pensaste antes, cabrón?" Me fui.
Atravesando unas cuadras me alejé del Malecón y del viento. En el parque de San Rafael y Galeano ya era casi de noche, pero ahí estaba la fauna habitual. Me siento en un banco y un poco más allá hay una señora muy flaca, muy alegre, conversando con otra: "Cuando lo probé me dije: Ahh, me voy a casar con un semental..., sí, sí, la ponía ahí perfecta, me hizo cuatro hijos, uno atrás del otro, ¡con una puntería! Paré yo, que me amarré una T de cobre y le dije ni uno más. Si fuera por él hubiéramos tenido diez o doce muchachos, jajajá..., era un toro padre." Entonces se acercó un joven, le cuchicheó algo al oído y ella se levantó y salió apurada. Muy de prisa. Ni se despidió de su amiga. Los bisnes del boulevard. Andas rápido o viene otro y te da alante.
Hoy no estoy para los bisnes. Tengo veinte dólares en el bolsillo. Y eso es una fortuna. Estoy pensando rehacer el cuento sobre Rogeilo que empezaba: "¡No se caguen más en la azotea, cojones!" En Cádiz no quisieron publicarlo porque tenía cojones en la primera línea (no entiendo, El Quijote es un catálogo de palabras así. Bueno, tal vez El Quijote es un mal ejemplo para la literatura. Al final Cervantes se murió en la miseria). Me dijeron: "Es muy fuerte." Ja, ellos no saben lo que es fuerte. Debo rehacerlo, pero los cojones se quedan ahí mismo. Son unos cojones inamovibles.
A mi lado se sienta un negro muy viejo y sucio, con ganas de hablar. Dice que fue patinador de la muerte y marinero. Recorrió todos los continentes. Se bajaba en los puertos con sus patines. Hasta en New York presentó su espectáculo tres veces. Se levanta la camisa y me enseña unas cadenas. Todo lo tiene encadenado al cinturón: la billetera, un cuchillo grandísimo, unas bolsas de nylon con papeles y una petaca de aluminio. Eso lo aprendió de un griego a bordo del Caiman Island. Lo escucho un poco, pero no. Me despido lo más amable que puedo, y me siento en otro banco. Ya está muy oscuro y no quiero a nadie alrededor. Si me roban los veinte dólares me quedo en cero.
El viejo me hizo perder el hilo del cuento de Rogelio. Lo escribí hace años. Rogelio había acabado de morir y yo imaginé muchas cosas de su vida. No es un buen cuento. Lo mejor es la realidad. Al duro. La tomas tal como esté en la calle. La agarras con las dos manos y, si tienes fuerza, la levantas y la dejas caer sobre la página en blanco. Y ya. Es fácil. Sin retoques. A veces es tan dura la realidad que la gente no te cree. Leen el cuento y te dicen: "No, no, Pedro Juan, hay cosas aquí que no funcionan. Se te fue la mano inventando." Y no. Nada está inventado. Solo que me alcanzó la fuerza para agarrar todo el masacote de realidad y dejarlo caer de un solo golpe sobre la página en blanco.
Pues así, después me enteré que cuando era muy niño, Rogelio tuvo que identificar a su madre en la morgue. Un amante la descuartizó en seis pedazos. Rogelio tenía ocho años. A partir de ahí se jodió. Mudaba de carácter veinte veces al día: de un llanto sensiblero a la violencia más odiosa. De un tipo inútil y blandito, a un supermán fuerte y solucionador de problemas. Un tipo lleno de contradicciones y sin resistencia. Tan necesitado de amor y tan cobarde y dependiente que soportó angustiado todos los amantes de su mujer. Uno detrás del otro. Siempre había alguno. A los cuarenta y seis años no resistió más y murió de un infarto fulminante. Ahora, cuatro años después, la mujer es un esqueleto desastroso con una enfermedad grave en los huesos. El hijo menor está preso la mitad del tiempo y la otra mitad anda loco y desesperado. La hija es prostituta de poco éxito en los hoteles de extranjeros. Los tres obsesionados por emigrar. Creen que la solución la encontrarán en Estados Unidos. Pasan un hambre horrible, sin dinero, y jamás se acuerdan de que Rogelio existió.
Así que debo rehacer el cuento. Ahora será mucho más fuerte. Sin una sola mentira. Sólo cambio los nombres. Ese es mi oficio: revolcador de mierda. A nadie le gusta. ¿No se tapan la nariz cuando pasa el camión recolector de basura? ¿No esconden al fondo las cubetas de los desperdicios? ¿No ignoran a los barrenderos en las calles, a los sepultureros, a los limpiadores de fosas? ¿No se asquean cuando escuchan la palabra carroña? Por eso tampoco me sonríen y miran a otro lado cuando me ven. Soy un revolcador de mierda. Y no es que busque algo entre la mierda. Generalmente no encuentro nada. No puedo decirles: "Oh, miren, encontré un brillante entre la mierda, o encontré algo hernoso." No es así. Nada busco y nada encuentro. Por tanto, no puedo desmostrar que soy un tipo pragmático y socialmente útil. Sólo hago como los niños: cagan y después juegan con su propia mierda, la huelen, se la comen, y se divierten hasta que llega mamá, los saca de la mierda, los baña, los perfuma, y les advierte que eso no se puede hacer.
Eso es todo. No me interesa lo decorativo, ni lo hermoso, ni lo dulce, ni lo delicioso. Por eso siempre he dudado de una escultora que fue mi mujer algún tiempo. Había demasiada paz en sus esculturas para ser buenas. El arte sólo sirve para algo si es irreverente, atormentado, lleno de pesadillas y desespero. Sólo un arte irritado, indecente, violento, grosero, puede mostrarnos la otra cara del mundo, la que nunca vemos o nunca queremos ver para evitarle molestias a nuestra conciencia.
Así. Nada de paz y tranquilidad. Quien logra el reposo en equilibrio está demasiado cerca de Dios para ser artista.
Me metí las manos en los bolsillos. Sentí el billete de veinte dólares. Puedo comprar una botella de ron y una caja de cigarros. En mi cuarto de la azotea el ciclón debe de estar soplando a todo trapo. Y mucho mejor si además me llevo una mulata para allá arriba. Entonces no sé de cuál sombra emergió aquella negra loca. Nos conocemos del barrio. Yo no la saludo pero ella es fresca y siempre intenta conversar conmigo. Viene apresurada hacia mí. En un par de años ha sido sucesivamente la negra más pobre, cochina y apestosa de todo este barrio. De ahí se metió a jinetera de lujo, con perfumes chillones y vestidos de mucho brillo, blancos y rojos. Ahora es esclava de Jehová. Lo dejó todo para predicar. Anda con unos espejuelos gruesos, una Biblia y unas ropas muy recatadas, de colores discretos. Me vio y no me da tiempo a nada. Se me acerca aprisa y me suelta de sopetón: "Hermano, ¿tú sabes leer la Biblia? Hay un salmo que quisiera comentar contigo. Es el 51, que dice: 'Ten piedad de mí, oh, Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad. Y límpiame de mi pecado.' ¿Sabes por qué David hace esta plegaria pidiendo purificación? ¿No lo sabes? Seguramente nunca lo has pensado."
Ah, no. No tengo resistencia para esto. A veces es así. Uno se aburre y no hay nada que hacer. Me voy a buscar el ron y los cigarros. Después ya veré qué hago.
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