lunes, 12 de septiembre de 2011

La caída


Esta novela de Albert Camus, su tercera y última en ser publicada completa mientras el áun vivía, vio la luz por primera vez en 1956. Con un narrador en primera persona que se dirige todo el tiempo a un interlocutor -el lector-, nos cuenta la historia de un "juez penitente" expatriado de París que reside en Amsterdam. El protagonista se muestra a sí mismo desde un principio como un hombre agradable, quizá demasiado agradable, y siempre dispuesto a ayudar a su prójimo (se ofrece a fungir como intérprete entre el cantinero y un compatriota parisiense en el Mexico-City, un bar holandés de mala muerte. Una vez en nuestra mesa, compartiendo un trago con nosotros, nos cuenta su historia.

Comienza con su práctica del Derecho, defendiendo siempre a quienes aparentemente más lo necesitan. Y no sólo en las cortes, sino también fuera de ellas: nunca deja pasar la oportunidad de ayudar a un ciego a cruzar la calle. Conforme avanza la historia, nuestras sospechas se confirman. Tantas buenas acciones no pueden ser desinteresadas. Al igual que en uno de los planteamientos básicos del objetivismo de Ayn Rand, este altruismo desmedido viene del egoísmo más ruin imaginable. Este hombre sólo hace todo ese circo para sentirse superior a nosotros y, por ende, poder juzgarnos.

El quiebre se presenta cuando se da cuenta que él mismo puede ser juzgado, haga lo que haga. Es entonces cuando admite que muchas cosas por las que vive el hombre son falsas y empieza a ver con claridad abrumadora la realidad. En un retrato en un principio satírico pero progresivamente absurdista y, por qué no decirlo, incluso existencialista, Camus desnuda el alma de su personaje y, con ella, la del común denominador del ciudadano occidental contemporáneo. Hablando sobre los ritos sociales, la culpabilidad, las oportunidades desperdiciadas y con un cinismo que agradece que dichas oportunidades de ser mejores no se presenten a menudo, esta novela hace profundas reflexiones que son difíciles de ignorar.

Para finalizar esta reseña, como ya va siendo costumbre, transcribiré algunos de mis fragmentos favoritos:

Le confesaré que estoy cansado. Ya no tengo aquella claridad de espíritu que mis amigos se complacían en rendir homenaje. Por lo demás, digo mis amigos por una cuestión de principios. Ya no tengo amigos; sólo tengo cómplices. En cambio, aumentó su número. Ahora son todo el género humano, y dentro del género humano es usted el primero. El que está presente es siempre el primero. ¿Que cómo sé que no tengo amigos? Pues es muy sencillo: lo descubrí el día en que pensé en matarme para jugarles una mala pasada, para castigarlos en cierto modo. Pero, ¿castigar a quién? Algunos se habrían sorprendido, perro nadie se sentiría castigado. Entonces comprendí que no tenía amigos. Además, aún cuando los hubiera tenido, yo no habría adelantado más por ello.Si me hubiera suicidado y hubiera podido ver en seguida sus caras, entonces sí el juego habría valido la pena. Pero la tierra es oscura, querido amigo, la madera espesa, opaca la mortaja. ¿Los ojos del alma, dice usted? Sí, sin duda, ¡si es que existe un alma y si es que ella tiene ojos! Pero, mire usted, no se está seguro, nunca se está seguro. Si estuviéramos seguros, tendríamos una salida, podríamos al fin hacernos tomar en serio. Los hombres no se convencen de nuestras razones, de nuestra sinceridad y de la gravedad de nuestras penas, sino cuando nos morimos. Mientras estamos en la vida, nuestro caso es dudoso. Sólo tenemos derecho al escepticismo de los hombres. Por eso, si tuviéramos alguna certeza de que podemos gozar del espectáculo, valdría la pena probarles lo que ellos no quieren creer, valdría la pena asombrarlos. Pero se mata usted y, ¿qué importancia tiene entonces el que ellos le crean o no? Usted no está presente para recoger su asombro y su contrición, por lo demás fugaces. Usted no está allí para asistir, por fin, de acuerdo con el sueño de cada hombre, a sus propios funerales. Para dejar de ser dudoso, hay que dejar de ser, lisa y llanamente.

[...]

[N]unca pude creer profundamente que los asuntos humanos fueran cosa seria. ¿Dónde estaba lo serio? No lo sabía. Sabía sólo que no estaba en todo lo que veía y que se me manifestaba únicamente como un juego divertido e importuno. Hay realmente esfuerzos y convicciones que nunca llegué a comprender. Siempre miré con aire admirado y con ciertas sospechas a esas extrañas criaturas que morían por dinero, se desesperaban por la pérdida de una "posición" o se sacrificaban, con grandes ademanes, por la prosperidad de su familia. Yo comprendía mejor a aquel amigo a quien, habiéndosele metido en la cabeza dejar de fumar, consiguió efectivamente lo que se había propuesto, a fuerza de voluntad. Una mañana abrió el diario, leyó que había estallado la primera bomba H, se enteró de sus admirables efectos y, sin dilación alguna, se fue a la cigarrería.

[...]

Vacilo en confesarlo, por miedo de pronunciar todavía alguna palabrota: me parece que en aquella época sentía la necesidad de un amor. Obsceno, ¿no cree? En todo caso, experimentaba un sordo sufrimiento, una especie de privación que me volvió más vacante y me permitió, a medias forzado, a medias curioso, entablar algunas relaciones amorosas. Puesto que tenía necesidad de amar y de que me amaran, creí estar enamorado. Dicho de otra manera, que representé el papel de tonto.

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