domingo, 18 de septiembre de 2011

El vino del estío


En definitiva, Bradbury es ahora uno de mis autores favoritos. Este libro, publicado en 1957, es simple y sencillamente mágico. Por varios motivos. Para empezar, es sobre la magia de la infancia, sobre esa etapa en que todo está cubierto por un hálito de misterio y descubrimiento, cuando todo es posible y maravilloso. También habla sobre la magia en la que creen los niños, cuya imaginación otorga verdad a las supersticiones, a lo fantástico. Además, de alguna forma -seguramente no planeada- también aborda el tema de la magia verdadera, la que está al alcance de cada uno de nosotros: esa magia que consiste en rituales, en crear la realidad día a día, colectiva o individualmente. Por último, y tal vez de mayor importancia, está la magia del autor, quien es creador y re-creador de su mundo ficticio y sus memorias respectivamente, y de este modo también altera su realidad.

La novela da inicio con Douglas Spaulding, de doce años, en el amanecer del primer día del verano de 1928. Por medio de un rito hace que su pueblo cobre vida, ordenándoles levantarse y proceder a sus correspondientes actividades. A su vez, el final cierra cíclicamente con Doug mandando a todo mundo a dormir cuando la estación termina, dictando su final definitivo. Pero durante esos tres meses muchas cosas pasan: se da cuenta, cabalmente, de que está vivo y, por ende, de que algún día habrá de morir; se ve confrontado al temor a la muerte, a la pérdida de amigos, familiares y conocidos, a la decepción del mundo y la tecnología, al desamor ajeno; pero también aprende sobre el valor de las cosas pequeñas, lo interminable de lo cíclico, la existencia infinita de la vida a través de la memoria y el heroísmo. Ultimadamente, decide seguir viviendo, pero aceptando los aspectos negativos también.

Como otras de sus obras, este libro está compuesto por varios  relatos que se entrelazan en una narrativa mayor. La novela abunda con descripciones hermosas, añoranza por el pasado y un ligero desprecio a la modernidad, reivindicando el valor de las tradiciones sin  negar el progreso. A pesar de ser ligeramente autobiográfica, no está exenta de tener tintes fantásticos y hasta de horror, con todo y un asesino serial y un temor sobrenatural a la muerte.

Para celebrar que esta es mi reseña número doscientos, ahora compartiré con ustedes una cantidad de fragmentos mucho mayor que lo acostumbrado. Espero lo disfruten. Los comentarios entre paréntesis son míos, para darles una idea del contexto.

(Una mañana, Doug, su padre y su hermano Tom salen a cosechar fresas. Douglas despertó presintiendo que ese día ocurriría algo importante y, tras una breve pelea amistosa con su hermano, tumbado en el piso, tiene una revelación:)

     El mundo, como el iris gigante de un mundo aún más gigantesco, que también acababa de abrirse, agrandándose para abarcarlo todo, le devolvía la mirada. Douglas supo que había saltado sobre él y ya no se iría.
     Estoy vivo, pensó.
     Le temblaron los dedos, brillantes de sangre, como los jirones de una extraña bandera, recién encontrada y nunca vista, y se preguntó a qué país debería agradecer el homenaje. Reteniendo a Tom, pero sin saber que estaba allí, se tocó esa sangre como si pudiera pelarla, sostenerla, darla vuelta. Luego soltó a Tom u se acostó de espaldas con la mano en alto, y en su cabeza los ojos miraron como centinelas por las troneras de un raro castillo a lo largo de un puente, su brazo, los dedos donde el brillante penacho de sangre temblaba a la luz.
     -¿Estás bien, Douglas? -preguntó Tom.
     La voz venía de un pozo de moho verde, de algún lugar sumergido, secreto, alejado.
     La hierba murmuraba bajo el cuerpo de Douglas. Bajó el brazo, con su vaina de pelusa, y sintió, muy lejos, allá, los dedos que crujían en los zapatos. El viento suspiró en los caracoles de las orejas. El mundo se deslizó brillantemente por la superficie vidriosa de los ojos, como imágenes centelleantes en una esfera de cristal. Las flores eran de sol y encendidos puntos celestes, esparcidas por el bosque. Los pájaros aleteaban como piedras que golpeasen la superficie del vasto e invertido estanque del cielo. El aire pasaba con violencia entre los dientes, entrando como hielo, saliendo como llamas. Los insectos conmovían el aire con una claridad eléctrica. Diez mil cabellos crecieron un millonésimo de centímetro en la cabeza de Douglas. Oyó los corazones gemelos que le golpeaban los oídos, el tercer corazón que le golpeaba la garganta, los dos corazones que latían en las muñecas, el corazón real en el pecho. La piel se le abrió en un millón de poros.
     ¡Estoy realmente vivo!, pensó. ¡Nunca lo supe, y si lo supe no recuerdo!

(Como Douglas no regresa a casa y ya es de noche, Tom y su madre salen a buscarlo. Se detienen a la orilla de la siniestra cañada:)

     Aquí y ahora, abajo, en aquel pozo de salvaje negrura había algo que Tom nunca conocería o entendería. Criaturas anónimas que vivían a la sombra de los árboles, en el olor de la podredumbre.
     Y él y su madre estaban solos.
     La mano de su madre tembló.
     Tom sintió el temblor... ¿Por qué? Ella era más grande, más fuerte, más inteligente que él, ¿no? ¿Sentía ella, también, aquella amenaza intangible, aquello que asomaba en la sombra, aquella malignidad agazapada? Entonces, ¿no traían fuerzas los años? ¿No había un refugio seguro en la vida? ¿No había ciudadela carnal capaz de resistir los confusos asaltos de las medianoches? Las dudas asaltaron a Tom. Sintió otra vez el helado en la garganta, el estómago, la espalda y los miembros. Se sintió de pronto tan frío como un viento escapado del mes de diciembre.
     Comprendió que todos los hombres eran así, que todos eran seres únicos y solitarios. Una unidad, una unidad entre otros, siempre con miedo. Como aquí, ahora. ¿Si gritara, si aullara pidiendo auxilio, importaría realmente?
     La negrura podía alcanzarlos rápidamente, una negrura devoradora. En un titánico y helado momento todo habría terminado. Mucho antes del alba, mucho antes que la policía sondeara con sus linternas el oscuro y perturbado sendero, mucho antes que los hombres de mentes temblorosas pudieran arrojar una piedra. Aunque estuvieran a menos de quinientos metros, y pudiera contar realmente con ellos, en tres segundos una oscura marea se alzaría para arrancarle diez años y...
     El impacto esencial de la soledad de la vida sacudió el cuerpo de Tom. Mamá estaba sola, también. Ella no contaba con la santidad del matrimonio, la protección del amor familiar, la Constitución de Estados Unidos o la policía del pueblo. No contaba con nada, en ese instante, sino con su propio corazón. Y allí nada encontraría, sólo una repugnancia indomable, y miedo. En ese instante su problema era un problema individual. Debía aceptar su soledad, y aceptarla además como punto de partida.

(Leo Auffman, un hombre del pueblo, se obsesiona creando una Máquina de la Felicidad y descuida a su familia al hacerlo. Su esposa, quien amenaza dejarlo, cede a la petición de su marido y usa la máquina antes de tomar su decisión. Tras utilizarla, es embargada por una gran tristeza:)

     -Leo, cometiste un error. Olvidaste que en algún momento, algún día, uno tendría que salir de aquí e ir a lavar platos y hacer camas. Cuando estás adentro, sí, la puesta de sol parece ser eterna, el aire huele bien, la temperatura es agradable. Todo lo que quieres que dure, dura. Pero afuera, los chicos esperan el almuerzo, las ropas necesitan botones. Y seamos francos, Leo. ¿Cuánto tiempo puedes mirar una puesta de sol? ¿Quién quiere que una puesta de sol no acabe nunca? ¿Quién desea una temperatura perfecta? ¿Quién desea que el aire huela siempre bien? Al cabo de un tiempo, ¿quién lo notará? Si la puesta de sol dura un minuto o dos, mejor. Luego, pasemos a otra cosa. La gente es así, Leo. ¿Cómo has podido olvidarlo?

(Tras enterarse de que su mejor amigo se muda a otro estado, Doug se siente desamparado. Va con su hermano y le dice:)

-Tom -dijo Douglas-, prométeme algo, ¿sí?
     -Prometido, ¿qué es?
     -Eres mi hermano y te odio a veces, pero no te separes de mí, ¿eh?
     -¿Me dejarás entonces que ande contigo y los mayores?
     -Bueno... sí.... aun eso. Quiero decirte que no desaparezcas, ¿eh? No dejes que te atropelle un coche y no te caigas en algún precipicio.
     -¡Claro que no! ¿Por quién me tomas?
     -Y si ocurre lo peor, y los dos llegamos a ser realmente viejos, de cuarenta o cuarenta y cinco años, podemos comprar una mina de oro en el Oeste, y quedarnos allí, y fumar y tener barba.
     -¡Tener barba, Dios!
     -Como te digo. No te separes y que no te pase nada.
     -Confía en mí.
     -No me preocupas tú -dijo Douglas-, sino el modo como Dios gobierna el mundo.
     Tom pensó un momento.
     -Bueno, Doug -dijo-, hace lo que puede.

(Bill Forrester, un periodista de treinta y un años, conoce a la señorita Loomis, de noventa y cinco. Un extraño romance surge entre ellos:)

     -¿Cree entonces que yo era bonita?
     Bill asintió de buen humor.
     -Pero ¿cómo puede saberse? -preguntó la mujer-. Cuando uno se encuentra con el dragón que se ha comido al cisne, ¿se guía uno por las pocas plumas que han quedado en las fauces? Un cuerpo como este es un dragón, todo escamas y pliegues. Así que el dragón se comió al cisne blanco. No lo veo desde hace mucho. Ni siquiera recuerdo cómo era. Pero está ahí, a salvo, adentro, todavía vivo. El cisne esencial no ha cambiado una pluma. ¿Sabe usted ?; algunas mañanas de primavera y otoño salgo a caminar y pienso: ¡correré por la hierba, me internaré en el bosque, y comeré moras! ¡O nadaré en el lago, o bailaré hasta el alba! Y en seguida descubro, con furia, que soy este viejo y arruinado dragón. Soy la princesa de la torre, que aún espera al príncipe.

(Bill le cuenta a la señorita Loomis que alguna vez vio una foto de ella a los veinte años y quedó prendado. Describe la imagen en la foto:)

     Era el rostro de la primavera, era el rostro del verano, era la calidez del trébol. Las granadas le brillaban en los labios y el cielo lunar en los ojos. Tocar aquel rostro sería como esa experiencia siempre nueva de abrir la ventana una mañana de diciembre, temprano y sacar la mano a la nieve blanca y fría que había caído en silencio, sin anunciarse, de noche. Y la frescura y la ternura del rostro estaban ahí para siempre, por un milagro de la química fotográfica, y los vientos del tiempo no podrían cambiar ni una hora ni un segundo. Esa primera y fresca nieve blanca, nunca se fundiría, en mil veranos.

(Conversación entre los hermanos Spaulding tras la muerte de la señorita Loomis:)

     -Tom, dime la verdad.
     -¿Qué verdad?
     -¿Qué ha ocurrido con los finales felices?
     -Puedes verlos en el cine, los sábados a la tarde.
     -Sí, pero ¿y en la vida real?
     -Sólo sé decirte que cuando me acuesto de noche me siento muy bien. Es el final feliz del día. A la mañana siguiente me levanto y quizá las cosas anden mal. Pero me basta recordar que esa noche me iré a la cama, y que estar acostado un rato arregla las cosas.
     -Hablo del señor Forrester y la señorita Loomis.
     -Nada podemos hacer. Ella ha muerto.
     -¡Ya sé! Pero ¿no te parece que alguien se equivocó en este asunto?
     -¿Te refieres a que él pensaba que ella tenía la edad del retrato, y ella un trillón de años? No, señor, pienso que fue magnífico.
     -¿Magnífico?
     -Los últimos días cuando el señor Forrester me contó un poco una vez y otro poco otra, y yo al fin junté los pedazos, lloré mucho. No sé por qué. Yo no hubiese cambiado nada. Si no, ¿de qué hablaríamos? Además, me gusta llorar. Luego de llorar es como si fuera otra vez la mañana, y empezara el día.
     -Te oí.
     -No admites que a ti también te gusta llorar. Lloras un tiempo y todo está bien. Y ahí tienes el final feliz. Y estás listo para salir otra vez y andar con los muchachos. ¡Todo empieza de nuevo! En cualquier momento el señor Forrester pensará un poco y verá que es la única salida, y entonces llorará, y luego mirará alrededor y verá que es otra vez la mañana, aunque sean las cinco de la tarde.
     -No me parece un final feliz.
     -Un buen sueño o diez minutos de lágrimas o un poco de helado de chocolate, o todo junto es la mejor medicina, Doug. Te lo dice el doctor Tom Spaulding.

(La bisabuela se encuentra en su lecho de muerte:)

     Hace muchos años, pensó, tuve un sueño y disfrutaba de él realmente cuando alguien me despertó. Ese día nací. ¿Y ahora? Ahora, veamos... Lanzó su mente hacia atrás. ¿Dónde estaba? Noventa años... ¿Cómo tomar el hilo de aquel sueño perdido? Extendió una manita. Allí... Sí, eso era. Sonrió. Volvió la cabeza sobre la almohada hundiéndose más en la cálida duna de nieve. Así era mejor. Ahora, sí, ahora veía cómo el sueño se formaba poco a poco en la mente, con la serenidad de un mar que se mueve a lo largo de una costa interminable y siempre  fresca. Dejó ahora que el viejo sueño la rozara y la levantara de la nieve, y la hiciese flotar sobre la cama ya apenas recordada.

(Jonas, el trapero, visita a Douglas mientras está enfermo e inconsciente. Le dice:)

     -Algunas personas se vuelven tristes cuando son aún terriblemente jóvenes. Sin motivo especial,parece. Casi como si hubiesen nacido así. Se lastiman más fácilmente, se cansan más pronto, lloran más, y recuerdan más. Y, como digo, se vuelven tristes antes que nadie en el mundo. Lo sé, pues soy uno de ellos.

Si les gustaron estos fragmentos, no duden en leer el libro completo. Vale muchísimo la pena.

1 comentario:

  1. El vino del estío es un libro maravilloso. Existe una segunda parte llamada Farewell summer... Habrá que conseguirla.
    http://www.raybradbury.com/books/farewell_summer.html

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