jueves, 21 de junio de 2012

Santa


En 1903, Federico Gamboa escribió esta novela que se convirtió en un clásico de la literatura mexicana. Transgresora en su momento, atrevida en su manera de retratar el lado oscuro de la Ciudad de México: las prostitutas, las peleas, las infidelidades, la doble moral.

El personaje titular es una joven núbil de belleza excepcional que, una vez mancillada su honra, no le queda otro remedio que recurrir a la prostitución para sobrevivir. Independientemente del debate acerca de las causas del llamado "empleo más antiguo del mundo" y de sus implicaciones morales, es un hecho que en esa época -la novela da inicio en la última década del siglo XIX- no había más opciones para una mujer embaucada. Así las cosas, la novela narra el descenso de Santa en una espiral vertiginosa de autodestrucción que parece no conocer fondo. En un principio es la favorita de todos, tanto clientes como colegas, pero ella abusa de su "suerte" y desperdicia todo. Desde el inicio se nos plantea que la cosa acabará mal, pero se pone tan fea que el capítulo final, en su patetismo, es enternecedor a la vez que desgarrador, pero hasta cierto punto reconfortante.


En lo personal, me disgusta un poco el estilo de la época consistente en recurrir a descripciones detalladas en exceso, supongo que es un gusto que aún no he adquirido por mi costumbre a leer cosas más bien contemporáneas. Y el melodrama llega a ser demasiado, pero dentro de la medida apropiada. Lo mejor de la novela es su manera de retratar las distintas formas que tienen los sexos para relacionarse entre sí. A continuación, ejemplifico con extractos del texto. Tras una "transacción" con un cliente cualquiera, la mañana siguiente muestra la verdad de su interacción:

Hablábanse poco, sólo lo indispensable para zaherirse con pullas o embozadas injurias, como si después de una noche de compradas caricias hubiesen recordado de súbito que, exceptuando la lujuria apaciguada de él, no existía entre ellos más que el eterno odio que, en el fondo, separa a los sexos.


Uno de los enamorados de Santa, el Jarameño, desea de manera egoísta ser el único poseedor de su belleza y, al no poder monopolizarla, la deja. Otro de ellos, Rubio, en cambio, al no poder usarla para escapar de su matrimonio miserable, decide minarla, menoscabarla, en un intento de destruir su hermosura:

Luego que las entrañas del amor las informa el odio, el asco; no asco instantáneo que a las veces tradúcese en la tortura de palabra y aún en la de obra, y a las veces, domeñado por la autosugestión, se traducen en reposo y mutismo, en una nueva embestida que no intentamos por volver a poseer a la persona amada, sino para convencernos de que de veras amamos. La voluptuosidad confina con el cansancio y el hastío y el acto carnal con el crimen -aunque la mayoría, por fortuna, no perpetre este último-; pero, sin excepción, no hay hombre, por enamorado que esté, que no sufra de instantes de repugnancia hacia el espíritu que venera y la carne que adora. Esto, no obstante, con pocos, poquísimos, los que lo mismo que los grandes carniceros en el cubil y en la gruta -nidos de los amores libres-, en el museo y en el jardín zoológico -nidos de sus amores conyugales-, no defiendan hasta el homicidio la carne yacente a sus pies y destrozada con sus zarpas de que ya comieron y de que ya están hartos.


Y luego, un encuentro casual con un estudiante. Quizá la forma más auténtica y pura del amor carnal, el que no pretende ser nada más que eso. Al terminar la aventura:

Entristeciéndose ambos, al ponerse a la luz, olvidados de que en esta pícara vida todo concluye, todo, aun ella misma. Nada se habían prometido ni nada habían recordado, por lo que su junta resultó encantadora. A causa de la falta de promesas, no tuvieron que engañarse ni se adelantaron las desazones que ya el prometer trae consigo; y a causa de la falta de recuerdos, no resucitaron penas ni amarguras, las que, parecidas al polvo de lo que se tiene arrumbado en los arcones de las casas o en los armarios de las memorias, salen revueltas con las reminiscencias placenteras cuando manoseamos los días viejos o cuando oreamos las momias de las épocas difuntas. Ellos no, celebraron y festejaron su imprevista conjunción, sin enconos por el pasado ni aprensiones por lo porvenir. Se besaron, vivieron largos años en fugaces minutos, y al separarse por corporal cansancio, se sonrieron satisfechos, plácidos, agradecidos mutuamente de no haberse escatimado voluntades no caricias.

El último capítulo me deja con una reflexión que usaré para terminar este texto: ¿es amor realmente lo que sienten Hipólito y Santa? No dudo de su autenticidad ni de su sinceridad, sino de su naturaleza. ¿No será más bien obstinación por parte de uno, gratitud por parte de la otra? Es difícil saber si uno mismo ama, sólo nos queda la fe, que parece certidumbre, que depositamos en nuestros sentimientos.

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