martes, 25 de octubre de 2011

El diablo me obligó


Si hemos de creerle al texto al final de la novela, este libro -que recién vio la luz este año dentro del sello Suma de Letras, de la editorial Santillana- surgió de manera similar al Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) de Mary Shelley y El vampiro (1819) de John William Polidori. Tras una noche en Monterrey, en la cual tuvo lugar una charla sobre cazadores de demonios, Edgar Clement, Francisco Ruiz Velasco y el autor de la novela aquí reseñada, Francisco G. Haghenbeck, se propusieron escribir sus propias versiones del mismo tema. Haghenbeck ya antes había utilizado algunos de estos conceptos en el comic Crimson, del sello Cliffhanger y posteriormente de Wildstorm, que fue publicado a finales de los años 90. Clement los incorporó en sus novelas gráficas Operación Bolívar (Editorial Palneta, 1995) y Kerubim (Caligrama, 2007). Se supone que Ruiz Velasco está trabajando en un largometraje inspirado en las mismas ideas.

Elvis Infante, un chicano bastante entrañable, es un diablero: se dedica a capturar ángeles y demonios para su posterior venta a diversos interesados que los emplean para muchas cosas, que van desde la elaboración de drogas y bebidas alcohólicas (el infame chínguere) hasta su esclavización y uso en círculos de peleas clandestinas y apuestas estratosféricas. A él se unen el padre Benjamín -un sacerdote sin fe y con mucha suerte con las mujeres-, la Curlys -una prostituta que "vende" su cuerpo para ser poseída por demonios que son subsecuentemente capturados-, el capitán Potocky -un militar de ascendencia polaca que introduce a Infante a su verdadera vocación-, Trou Macaq -un negro del bayou con falso acento y más falsas lealtades- y muchos otros personajes igual de pintorescos en una historia de conspiraciones y realidades ocultas. Utilizando artículos ficticios, noticias y correspondencia entre altos mandos se construye una realidad parecida a la nuestra, pero mucho más siniestra.

Como ya antes ha hecho en otras de sus obras, Haghenbeck nos presenta un desarrollo que no es estrictamente cronológico, empezando en el presente para ir saltando hacia atrás y adelante, construyendo dos narrativas principales: una de hace un año en Los Ángeles y otra de cinco años atrás en las cuevas de Afganistán. A pesar de que dichos saltos temporales no crean confusión, tampoco aportan gran cosa a la trama, pues la información revelada en posteriores entregas de una línea temporal no afecta de ninguna manera a las otras. De igual manera, siento que me quedó a deber pues esperaba un desenlace en el cual convergieran las tramas pero cada cual tiene su conclusión por separado. Lo cual no es malo, pero siento que tenía potencial para más. También siento que el final deja demasiados cabos sin atar, deja las puertas muy abiertas como para una serie de secuelas. Eso me gustaría, pero hubiera preferido una obra autocontenida en sí misma. Otra queja es la muy deficiente edición, con muchos acentos que sobran o faltan y nombres que van perdiendo o ganando letras, como Von Raylond, que se vuelve Von Rayond e incluso en algunos pasajes llega a ser Von Rayon. Si bien esto no es defecto de la historia, este tipo de fallas rompen la magia de la narrativa al sacar al lector del trance.

Con una clara influencia de Clive Barker (de la cual me percaté), un humor reminiscente a Robert Rodríguez y un gusto por las historias de Alan Moore (los cuales no hubiera notado de no ser por la nota del autor), este libro tiene pasajes de auténtico horror y es bastante divertido, con varios personajes memorables y un ritmo ligero que facilita su lectura. Pero me siguen gustando más las novelas históricas de Haghenbeck, como El código nazi (Editorial Planeta, 2008) y, mi favorita, Trago amargo (Editorial Planeta, 2006).

Para no perder la costumbre, transcribiré mis fragmentos favoritos de la obra:

     -Sólo son criaturas, como los dinosaurios. Existieron y funcionaron. Nosotros los humanos los adorábamos por no comprenderlos, como hacíamos con la tormenta o con un volcán. Los olvidamos y se convirtieron en adversarios de los cristianos -explicó el capitán sin dejar si sonrisa. Continuó su monólogo mientras guardaba algunos libros-: Debes entender algo, cabo Infante, este mundo ya no es el mismo que creó Dios. Ya no necesitamos ni ángeles, ni demonios. Son piezas de decoración obsoletas. ¿Quién se preocupa porque los atrapemos? ¿Qué persona se inquieta por los muebles usados?

     -Si lo vas a hacer, hazlo bien, Infante. Recuerda que el mundo está lleno de demonios traicioneros y mujeres dolidas.

Pero era demasiado simple. Las cosas oscuras nunca son así, sino complicadas como la forma de pensar de una mujer, como las sospechas de una amante, como las envidias de una niña. El destino era femenino, por lo tanto, incomprensible.

El padre Benjamín salió de la mansión Von Rayond. Iba arrastrando las piernas. Se percibía vencido, apaleado por cada mala decisión tomada en su vida. Se sentó en las escaleras y comenzó a llorar. Las lágrimas fácilmente brotaron de sus ojos. No eran las muertes, ni la locura que dejaba atrás. Ésa ya estaba en sus venas nadando sin tapujos para nunca más dejarlo. Lo que más le dolía era que Schmitz se había ido creyendo que realmente él era un exorcista, que su cliente era un paranoico y debería agradecerle el haber salvado a su hijo. Lloró porque comprobó que el pecado sí paga, que los pecadores pueden salirse con la suya y ser perdonados por el destino. No había razones para continuar profesando una de en la que Dios era condescendiente con sus feligreses, e inclusive hasta cómplice de éstos.

     -¿Por qué renunció?
     -Porque me di cuenta de que la maldad humana no se ve. Está en nosotros como un órgano. Igual que el corazón o los pulmones. Los viejos dicen que no se puede engañar al Diablo, pero es mentira. Al que no se puede engañar es a Dios -comenzó a narrar bajándose de la comodidad del asiento. Se plantó junto al cabo Infante, Le sacó de su bolsillo un cigarro y lo prendió. Dejó que el tabaco se tornara en color atardecer-. Dios dejó libre a Satanás pues supuestamente iba a tentar a la humanidad. Sería el gran juego: Dios contra el Diablo. Pero lo que nadie sabía es que poseía el partido amañado. Había comprado desde mucho antes a los jugadores, a los hombres: cuando creó a la humanidad, le otorgó maldad, mucha, inclusive mayor que la del Diablo. Volvió así inservibles a los demonios que los tentarían, incluso a los ángeles que pregonarían su bondad. Con el pretexto del libre albedrío, se cargó todas las instituciones espirituales. Dios fue el primer anarquista de la historia.

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