lunes, 28 de mayo de 2012

Lost at sea


"I have a lot on my mind and not a lot to do so it's going to come out, all of it, and then, then, it may begin to make a sort of sense."

Así comienza esta novela gráfica, publicada en 2003 por la editorial Oni Press, escrita y dibujada por Bryan Lee O'Malley. Se trata de la primera obra que escribió, antes de alcanzar la fama y el reconocimiento que le brindó su trabajo más conocido, la saga de Scott Pilgrim. El comic nos cuenta la historia de Raleigh, una chica de dieciocho años, confundida e introvertida, quien se encuentra a bordo de un coche con tres compañeros de escuela a quienes apenas conoce, viajando aparentemente sin rumbo a través del Oeste de los Estados Unidos.


O'Malley, a través de su personaje principal, describe con gran certeza lo que se siente ser adolescente, esa etapa en la que todo es difícil y nada parece tener sentido. El espíritu de esa etapa que, muy a pesar nuestro, nos acompaña siempre con sus dudas y cuestionamientos. La dificultad de hablar con otros, la distancia inevitable que crece entre los padres y uno, la pérdida de sentido y la eterna búsqueda que apenas comienza.

Pero eso no es todo lo que esta narración ofrece: cacerías nocturnas de gatos que roban almas, música, camas-trampolín, recuerdos del pasado, coches averiados y el fantasma de un amante siempre presente siguen a Raleigh y a sus acompañantes a lo largo de un libro que es a partes iguales diario íntimo y road-book (tomando prestado el término de las road-movies).


La narrativa es un tanto atrabancada y torpe, pero en eso mismo radica su encanto: la naturalidad de las palabras denota una honestidad subyacente en la obra. Si bien lo que se revela gradualmente podría no considerarse tan relevante, cualquier adolescente dirá que es lo más importante en el mundo. Y el poder emocional compensa las fallas en la estructura. Definitivamente se trata de una lectura que vale la pena, incluyendo el final que evoca grandes obras literarias en cuanto al uso que hace del lenguaje escrito como reflejo del flujo de pensamiento de la narradora.

Ven y mira

(Idi i Smotri, Elem Klimov, Unión Soviética, 1985)

Se necesitó de una película terrible para hacerme volver a escribir reseñas. Y no me refiero a que sea mala, al contrario: es tan perturbadora en su crudeza que, sin dejar de ser artística, es imposible que el espectador no se vea sacudido por ella.

Una efigie de Hitler manufacturada por un grupo de sobrevivientes.

El año pasado fue cuando por primera vez escuché sobre este filme, cuando su título se utilizó para nombrar un maratón de cine perturbador y violento. Leí un poco sobre ella y supe que era infame por la forma tan cruenta y realista de mostrar los horrores de la Segunda Guerra Mundial y el exterminio de más de seiscientas aldeas en Bielorrusia. La semana pasada se proyectó en una de las sedes alternas de la Cineteca y aproveché la ocasión para verla.

Floria, antes de perder la inocencia.

En resumidas cuentas, la cinta narra la historia de Floria, un joven de catorce años que encuentra un fusil y decide unirse al movimiento partisano para luchar contra los nazis. Cuando uno es de tan corta edad todo parece un juego, ningún problema aparenta ser tan serio como para no tener solución. Este chico es dejado atrás por los soldados y se topa a una jovencita al lado de la cual vive su primer roce con la violencia (del cual no sacan más que un buen susto). Mas al decidir volver a casa acompañado por ella es cuando realmente conocen la desagradable cara del belicismo.

Glasha, su acompañante a través del infierno figurativo.

Como crítico, carezco de palabras para describir la manera tan brutal en que la película confronta al público. No se trata de lo explícito de la violencia, sino de una cualidad más profunda. Aún como asiduo al cine de terror -con la correspondiente tolerancia y quizá una pérdida de sensibilidad ante las escenas fuertes-, puedo decir que es una de las cintas más estremecedoras que he visto, al punto de llevarme al llanto por el sentimiento de impotencia que generó en mí. La única otra película que me ha hecho sentir así fue Noche y niebla (Nuit et brouillard, Alan Resnais, Francia, 1955)

Sin comentarios.

De manera impresionante, el actor protagónico "envejece" al avanzar la película, su semblante se torna en una máscara de horror y desolación. El filme recurre a muchos acercamientos a los rostros de la gente, para mostrar sus emociones sin filtro alguno, logrando un efecto totalmente devastador. Al final, nos presenta una reflexión sobre la imposibilidad de resolver la guerra con más violencia y, en mi interpretación personal, Floria dispara hacia la pantalla, directamente al espectador, en espera de poder destruir su intolerancia (ya que ésta, al parecer, es la única solución al problema. No la intolerancia, sino su fin).

Floria, apenas unos días después.